Wednesday, December 10, 2008

El desamor del hombre enamorado;


Reflexiones sobre “Las voces espirituales, Diarios de guerra”
Por: Paloma Valencia-Laserna

Las dos primeras partes de la película “Las voces espirituales. Diario de guerra” del director ruso Alexandr Sokurov sugieren muchas reflexiones, pero quiero detenerme en al menos tres de ellas, que finalmente integran una lectura que cohesiona en un todo. Primeramente, hay una reivindicación del arte y el artista como mecanismo para mantener el equilibrio estético con la naturaleza. Una critica al progreso científico que se desarrolla por el deseo de dominar la naturaleza, que ha surgido de la imposibilidad de estar en armonía con ella. Finalmente, la reflexión sobre el hombre, encarnado en los soldados.

Imagen: El blanco de la nieve, lo negro del bosque y el agua y unos cerros, parcialmente visibles, a los lejos; todo cobijado suavemente por la música de una belleza extrema que nos habla sobre la perfección.

Este cuadro, en mi opinión, representa una manera peculiar de interpretar la función del arte en el mundo. Se trata de una noción de “perfección”. La estética natural, en armonía con la estética musical, ambas perfectas. La naturaleza se nos presenta como un ser inmutable, y cuyos sutiles movimientos –las nubes y las luces- no alteran la solidez del paisaje natural, que no cambia, que no varía. En cambio, la música se transforma permanentemente, las notas se encojen y se alargan, pues son una expresión humana. La música como manifestación de la grandeza de la humanidad, la esencia para la contemplación, el desesperado intento de reconciliarse y de acercarse a la naturaleza, de empatizar y seducir.

Hay un juego entre estas dos perfecciones: la de la naturaleza sólida y quieta, y la que produce el hombre a través del arte, que es cambiante, que trata de unirse al mundo natural, pero que siempre permanece como una creación externa. Es el enamoramiento entre la dama altiva, inmutable e indiferente de la naturaleza, y el caballero arrogante, vivaz y vibrante que se esfuerza por seducirla, el hombre –la humanidad-. Su primera táctica de galanteo es el arte. A través de la obra artística la contempla, pretende acceder a la perfección natural y trata vanamente que aparecer ante ella. Y es un amor no correspondido, pues la dama no cede, no cambia, no lo determina.

Y el tiempo de la película pasa, y representa el tiempo de la historia humana que también transcurre. La naturaleza sigue inmóvil, pero las creaciones humanas, sus métodos de seducción, cambian, -como todo lo humano, como el hombre mismo-. La música se convierte en una expresión más individual, que no pretende tanta armonía. Aparece el individuo que despierta. El individuo que dormía junto a otros individuos toma consciencia de sí mismo. Se refiere, entonces la película, a un mundo moderno donde la primacía de los individual empieza a configurarse; y se desdibuja a el interese de fusionarse con la naturaleza. Es el caballero, que ante la negativa rotunda de la dama, empieza a buscar otras alternativas. La visión de la armonía completa con lo natural, le parece brumosa, como las nubes del cielo, que cubren el paisaje. No abandona su amor por ella, pero ese amor es ahora distinto. El caballero deja de pretenderla, deja de buscar su aprobación, se vence con su indiferencia. Ya no aspira a llegar a esos cerros altos, es más, ya no los ve, casi los ha olvidado. Es el desamor, el despecho, el dolor de saberse ignorado.

Se sale de control el incendio, -que ha estado dominado hasta entonces-. Ese amor ahora se expresa con ira. La capacidad de dominar el fuego -símbolo del progreso humano- puede interpretarse con el inicio de ese cambio de estrategia; como la naturaleza no pudo ser seducida, ahora será dominada. El amor furioso es deseo de dominio. El amor enardecido que es capaz de acometer sus propósitos con sevicia. Ese fuego empieza a consumir el bosque, y hay un humo tan denso que no es posible va ver los cerros, ni el paisaje mismo. Representa la creación de un nuevo mundo, que se configura con la primacía del hombre, una naturaleza desdibujada –cubierta- por su acción.

Subyace también otra reflexión sobre la creación artística. Explícitamente sugiere que la creación y el creador son dos objetos distintos; en la caso de Mozart la música es perfecta, él, en cambio, es un hombre feo y jorobado y aquejado por las dificultades. Es por ello que los hombres -como los pájaros que surcan el cielo- son iguales, pero tienen destinos diferentes. El creador, atormentado por todos los dolores del mundo sufre el sufrimiento del mundo lleno de defectos físicos, de dolores, de enfermedades, pero sufre además por su propio destino de creador, sufrimiento que surge de su relación con otros hombres, porque cargar ese don no es una tarea fácil. Puede ser una sugerencia sobre como el destino del artista lo trasciende. No es el artista el que se expresa, son las relaciones de la humanidad y el sustrato de la creación. El artista es el medio mediante el cual la humanidad entera se comunica y enfrenta con el mundo.

En la segunda parte, el mundo blanco es remplazado por un mundo rojo, un color agresivo, el color de la sangre. La música es remplazada por el sonido del metal: los motores, los golpes, las armas. Es el desarrollo de la etapa que se iniciado una vez se ha renuncia a la seducción, y se pretende la dominación.

Esa dominación que se ejerce a través del progreso científico que es también el hombre creador, aquel pretendiente de la naturaleza. Pero su creación fragmenta y maltrata al objeto amado. El reconocimiento de la diferencia inicia la dinámica de destruir y separar. Ahora el hombre se relaciona con el mundo a través del rompimiento. Y esa separación del hombre y naturaleza está simbolizada en la ausencia de aves, la ausencia de bosques, la falta de color, en las piedras simétricas e iguales: el desierto mismo.

El juego cronológico de la historia humana permanece ahí. Luego de la ilustración, del florecimiento de todas las artes, viene la etapa de la creación científica, que intenta reducir el mundo a las matemáticas, que intenta rescribirlo con el lenguaje humano; que pretende descifrarlo, deconstruirlo para apoderarse de todos sus secretos, para ser capaz de comprenderlo, predecirlo, cambiarlo a su capricho y finalmente ser el dueño del alma misma de la naturaleza.

El progreso que nos hace señores de una naturaleza esclava está simbolizado en los carros, los aviones, las armas, y todo ese equipo técnico cuya sola existencia representa un triunfo. Hemos conocido varias claves del mundo: ¡Hemos vencido la gravedad! ¡Hemos descubierto los secretos de la muerte! ¡Hemos alterado las formas de desplazamiento! ¡Somos capaces!

Hay pues, en mi opinión, una critica en los mismo términos que la hiciera Freud en un celebre “Malestar en la cultura” donde el progreso científico se ha convertido en una causa adicional del sufrimiento humano. Ese progreso científico es capaz de darnos las armas para destruir a otros hombres, para aniquilar y esclavizar al entorno. El tanathos, que diluye y corroe. Vale la pena recordar lo que dice Sokurov con respeto a enfrentamiento del arte con la ciencia, donde esta última “descompone las cosas en partes autónomas”, en tanto que el arte sintetiza, es decir, “une todo”. Me parece que la insistencia en el metal, en el sin color, en los sonidos hoscos; es un llamado de atención sobre el mundo que construimos, el mundo fragmentado. La interpretación cientifista del mundo nos deja cada vez más solos, más “individuos”, sin las capacidad de armonizarnos con lo otro. Se trata, pues, del caballero que en vista de la indiferencia de la dama, se ha dedicado a destruirla, para volver a crearla y cree que así podrá hacer que lo ame. En medio de esta tarea se descubre a si mismo rodeado de pedazos, solo, sin capacidad de integrarlo todo nuevamente.

Finalmente, hay una reflexión particular sobre el hombre, en el hombre de guerra: el soldado. En sus comentarios sobre la película Sokurov dice que quiere explorar los sentimientos de las personas en semejantes circunstancias lo que a todas luces es un intento por saber como el hombre fragmentado puede vivir. Es una pregunta por el sentido de la existencia en el rompimiento, en la destrucción, en la particularidad. Una juicio sobre las consecuencias de nuestro loco deseo de dominar.

Aparecen nuevos símbolos: Los soldados, muy jóvenes, casi niños, con los ojos cerrados, que representan la idea de seguir órdenes, de estar ahí a pesar de su voluntad. Se trata de hombres que no ven, y tampoco pueden ver lo que hacen. Son el producto de esta cultura humana, -de esa decisión vanidosa del caballero descorazonado-. La fila simboliza su pertenencia a un grupo disciplinado, cuyo uniforme decide sus destinos. Nos habla, además, de la simetría, de la homogenización, de la perdida de las voluntades individuales, del sometimiento. Es el hombre esclavo de otros hombres o la voluntad humana que colapsa ante voluntades más fuertes, ¿Acaso las culturales? ¿Los movimientos históricos inevitables?.

Si es el hombre el que se ha vuelto prisionero de la cultura de dominación, la reflexión de Sokurov trasciende la guerra, y se refiere al hombre mismo. A todos los hombres, a usted lector y a mí, que escribo. No somos ya dueños, sino sirvientes de una cultura que dominar la naturaleza implicó el subordinación del hombre mismo. Una tarea que lo supera y que lo oprime.

Pero hay esperanza, la música reaparece cuando los muchachos viajan por las montañas, porque nuevamente aparece el deseo de una reconciliación con la naturaleza. Porque ella sigue ahí, inalterada, después de todo. Sigue ahí indiferente y fuerte. Invencible. El camino es el momento donde los soldados ya no son guerreros, sino paseantes, y el mundo se les abre como forma estética para la contemplación. Hay, además, un soldado que en su desnudes, suelto de las voluntades ajenas –libre del uniforme que lo somete- vuelve a ser un joven. Un muchacho que parece estar tomando el sol en la playa. La visión incluso sugiere la lectura como un conducto de liberación; cuando lee, ese joven, se transporta a esa playa donde dichoso pasea sus ojos entre las líneas del arte, y sol le broncea su piel. Armonía, otra vez. Esos soldados podrían ser niños, fuera de ese juego.

Hay que concluir con Sokurov que sólo la visión que lo une todo es capaz de encontrar el sentido. En esa medida, este escrito sobre la obra de Sokurov la mata, la deja sin sentido, pues no he hecho otra cosa que fragmentarla para tratar de explicarla. Se trata de un análisis y eso es todo. Si la obra se observa en su conjunto es posible percibir intuitivamente que la humanidad se conduce por los caminos de la esclavitud, pero que podríamos, de alguna manera, volver por caminos mejores; aquellos que señala el arte –el pretendiente- la unión imposible, pero con un camino eterno.

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